Más de un cuarto de siglo después del regreso a la democracia tras la dictadura de Pinochet, el cine chileno se ha afianzado paulatinamente a nivel internacional.
Por Joel Poblete.
En este proceso de reconocimiento sin duda ha sido fundamental el rol de los documentales; como inspiración para el registro cotidiano, pero también como forma de indagar y cuestionar el pasado, el presente y el futuro de una nación exitosa en muchos aspectos, pero de todos modos aún llena de contrastes, paradojas y contradicciones. A pesar de ocasionales amenazas de censura que aún persisten en estos tiempos, el género es finalmente un importante reflejo de la historia pública y privada de los más de 18 millones de personas que habitan el país.
Las primeras exhibiciones cinematográficas en Chile llegaron en 1896, con un programa Lumière apenas al año siguiente de su debut mundial, imágenes documentales de la realidad cotidiana que pronto fueron emuladas por inquietos seguidores locales del nuevo arte a principios del siglo XX; de esos años data el más antiguo ejemplo conservado, de 1903. Con el tiempo aparecieron miradas más elaboradas, como la de Salvador Giambastiani, de origen italiano y llegado a Chile en 1915. Al año siguiente filmó el primer largometraje chileno de ficción, La baraja de la muerte. Recuerdos del mineral El Teniente, de 1919, es su trabajo más antiguo que aún se conserva, considerado por los expertos como el punto de partida de los documentales chilenos, que en esas primeras décadas a menudo eran sólo producciones institucionales y corporativas realizadas por encargo, más cercanas al reportaje informativo o un instrumento de propaganda y difusión, a menudo para instituciones dependientes del Estado.
A fines de la década del 50 el documental comenzó a afianzarse y adquirir una mirada más propia y autoral, con la fundación de las primeras escuelas de cine, paso lógico luego de la formación de cineforos y la publicación de revistas: en 1955 el Instituto Fílmico de la Universidad Católica, y en 1957 el Centro de Cine Experimental de la Universidad de Chile, que posteriormente pasaría a ser el Departamento de Cine. Del primero, impulsado por el sacerdote Rafael Sánchez, surgirían realizadores como Patricio Guzmán, Ignacio Agüero e Ignacio Aliaga, mientras del segundo, bajo la guía de Sergio Bravo, egresarían Pedro Chaskel, Miguel Littin y Héctor Ríos, entre otros.
La creación de ambas instituciones marca un verdadero hito en la historia del documental chileno, y muchos de quienes estudiaron en ellas son hasta hoy figuras ineludibles de la cinematografía del país. Los resultados comenzaron a verse especialmente en la década de los 60, la misma en que otros directores locales también incursionan en el documental, como Aldo Francia y Raúl Ruiz, así como el muy valioso legado de la pareja formada por Jorge Di Lauro y Nieves Yankovich; y el aporte venido de fuera también sería muy influyente, como ocurrió con el historiador español radicado en Chile Leopoldo Castedo, o la visita de referentes mundiales como Henri Langlois, John Grierson y Joris Ivens, quien aprovechó su visita para filmar, con el apoyo de Bravo y la Universidad de Chile (y con Patricio Guzmán como asistente de cámara), una verdadera joya, el cortometraje A Valparaíso, de 1963, con guión de Chris Marker (quien tan fundamental sería posteriormente al apoyar la carrera internacional de Patricio Guzmán, en particular a su extraordinaria e influyente trilogía La batalla de Chile).
El enorme impulso que estaba tomando la incipiente industria audiovisual local se vio confirmado con la creación en 1963 de una muestra cinematográfica anual que en su versión de 1966 estuvo centrada en el documental, mientras en 1967 y 1969 se denominó Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, y al retomarse en 1990, tras más de dos décadas de inactividad, pasó a ser conocido como Festival Internacional de Cine de Viña del Mar.
Entre 1957 y 1973 se produjeron más de 120 documentales, pero todo el crecimiento se vio interrumpido ese último año, de manera triste y drástica, a partir del Golpe de Estado del 11 de septiembre; no tardaría en cerrarse el Departamento de Cine de la Universidad de Chile, y en 1978 fue el turno de la Escuela de Artes de la Comunicación de la Universidad Católica, de la que dependía su Departamento de Cine. Y se produciría un impacto ineludible en las carreras de los directores que ya se habían afianzado en esa época: mientras algunos como Guzmán, Ruiz, Alvaro Covacevich, Andrés Racz, Orlando Lübbert o el periodista Patricio Henríquez dejaron el país, otros se quedaron, como Carlos Flores, Ignacio Aliaga, José Román y David Benavente. Estos últimos fueron algunos de los pocos que se mantuvieron activos como cineastas, incluso abordando temáticas sociales y políticas a pesar de la dura represión y censura de la dictadura de Augusto Pinochet. A ellos se fueron uniendo miradas como las de Ignacio Agüero y los hermanos Juan Carlos y Patricio Bustamante, entre otros que lograron mantener vivo el género documental pese a tantos elementos en contra.
Ya con el regreso de la democracia, en 1990, el panorama se reactivaría paulatinamente, con el aporte de realizadores como Cristián Leighton y Carmen Castillo, cuyo trabajo vendría a agregarse al de quienes continuaban en activo, así como a figuras como Guzmán y posteriormente Ruiz, quienes volverían a filmar en Chile. Guzmán sería además el gran impulsor y fundador del Festival Internacional de Documentales de Santiago, FIDOCS, que desde 1997 exhibe los mejores exponentes nacionales e internacionales del género, incluyendo la visita de importantes realizadores.
Y es desde la década pasada cuando el documental pasó definitivamente a primera línea en el audiovisual chileno, apoyado por iniciativas como la fundación en 2000 de la Asociación de Documentalistas (ADOC) o el rescate, preservación patrimonial y espacio de difusión que ha liderado la Cineteca Nacional, inaugurada en 2006. Pero también ha sido fundamental la creación de nuevas escuelas e instituciones de formación (sumada a la reactivación de las carreras audiovisuales en la Universidad Católica y la Universidad de Chile, la primera a partir de 2003 y la segunda desde 2006), y por supuesto la accesibilidad que permiten las nuevas tecnologías, tanto para filmar y capturar imágenes, como para acceder a éstas. Determinante ha sido también la cada vez mayor participación y visibilidad del cine chileno en festivales y muestras internacionales, incluso recibiendo importantes premios. En ello ha sido clave el trabajo de nuevas generaciones de realizadores, como Marcela Said, Sebastián Moreno, Tiziana Panizza, y el dúo que integran Bettina Perut e Iván Osnovikoff, entre otros. Varios de ellos están presentes en este foco, con algunos de sus principales trabajos, conformando 15 producciones tanto en largometraje como cortometraje realizados en el periodo 2004-2015, e incluso figuran con cinco nuevos proyectos aún en etapa de desarrollo. El rango de edades de esta selección va desde directores de trayectoria como Castillo y Leighton hasta los más jóvenes como algunos de los realizadores del valioso colectivo MAFI responsables de Propaganda -que regresa a Visions du Réel luego de recibir en 2014 el premio del jurado en la competencia de mediometrajes-, o los directores de los cortometrajes.
También han incursionado en el documental profesionales surgidos del periodismo, como Carmen Luz Parot, Paola Castillo, Pamela Pequeño, Pachi Bustos y Jorge Leiva; y además es interesante constatar cómo al igual que en otras cinematografías del mundo y en una tendencia cada vez más reconocible, los caminos de la ficción y el documental se entrelazan y las fronteras se difuminan, algo que se puede reconocer en películas de José Luis Sepúlveda, Esteban Larraín, José Luis Torres Leiva o Fernando Lavanderos.
Si bien en los últimos años los documentales chilenos han tenido una presencia cada vez más elogiada en el circuito internacional (alentada por la buena recepción en fondos de coproducción extranjeros), aún costaba que el público local pudiera verlos y apreciarlos en pantalla grande, estando dominada la cartelera, como en casi todo el mundo, por los grandes blockbusters de Hollywood. Es por ello que un hito decisivo para asegurar la mayor presencia del género fue la creación de Chiledoc en 2010, y su exitosa iniciativa Miradoc, que desde 2013 permite distribuir los más recientes documentales chilenos en salas alternativas a lo largo del país, estrenando uno mensual y permitiendo a los directores presentar sus trabajos en distintas ciudades y regiones.
La selección incluida en este foco da cuenta de la tremenda variedad de miradas y temas que aborda el documental chileno actual. Están presentes lo público y lo privado, así como la conexión del individuo con la política y la historia, lo cotidiano en personajes particulares, el registro social e incluso antropológico, los claroscuros que esconde el núcleo familiar, y la forma en que se captura la realidad. Es verdad que las temáticas políticas y sociales (con particular presencia de las heridas aún abiertas que dejó la dictadura, e incluso con ocasionales amenazas de la censura que persisten a pesar de la democracia), así como la reivindicación de los pueblos indígenas y la preservación del medio ambiente y el patrimonio, suelen ser los referentes más reconocibles; pero siendo Chile un territorio tan lleno de contrastes, capaz de incluir tanto el desierto como la costa del Océano Pacifico, la cordillera de los Andes, la Tierra del Fuego, los lagos y volcanes del sur y hasta la Isla de Pascua y los hielos eternos de la Antártica, no es de extrañar que eso también se refleje en una diversidad que el documental aprovecha cada vez más. Porque como decía el título de uno de los trabajos más recordados del género en las últimas décadas en ese país (dirigido por Ignacio Agüero), en el terreno documental chileno, «Aquí se construye«.